sábado, 29 de marzo de 2008

Diseño personalizado

La cumbre del Motxorro es tan afilada que cualquier buzón debía ser necesariamente puntiagudo. Algunos arquitectos dirían que el actual dialoga fluidamente con el paisaje. El paisaje es el de los montes de Areta, un macizo amable y sugerente que separa los valles de Aézcoa y Urraúl Alto.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Una estatua en lo más alto

El 15 de agosto de 1952 tuvo lugar una de las epopeyas más entrañables del montañismo navarro. Se conmemoraba el 400º aniversario de la muerte de San Francisco Javier y varios socios del Club Deportivo Navarra alumbraron la idea de colocar una imagen del santo en el punto más alto de la Comunidad foral. La imagen se encargó al escultor Áureo Rebolé. Medía 2,10 metros y pesaba más de 200 kilos. Estuvo expuesta unos días en los jardines de Diputación y a finales de julio, seccionada en diez partes, se trasladó a Isaba en autobús de línea. La carretera terminaba entonces en la borda de Pedregón, al comienzo del valle de Belagua, y los encargados de montar la estatua iniciaron allí el ascenso hasta la cima de la Mesa de los Tres Reyes, a 2.434 metros de altitud. Llevaban herramientas, comida, cemento y tiendas de campaña. Las piezas de la imagen se subieron con ayuda de varios mulos, aunque uno de los animales tiró su carga a medio camino y otro se despeñó junto a la cueva de Anchomarro. “Era el que llevaba el vino”, solía lamentarse Áureo Rebolé, que también participó en la expedición. Ya en la cumbre, hizo falta casi una semana para reconstruir la figura. Obtenían el agua del ibón de Lhurs o de los neveros próximos. Una prolongada tormenta les obligó a estar dos días refugiados en una sima. El 15 de agosto, cuando todo estuvo listo, partió de Pamplona la gran expedición: cuatro autobuses de aficionados que llegaron el valle aún de noche. El grupo se puso en marcha a las cuatro de la madrugada. Los testigos recuerdan con emoción la larga hilera de linternas avanzando por el paisaje quebrado de Larra. El sacerdote Casimiro Saralegui celebró misa en la cima y bendijo la estatua. Nadie sospechaba que un rayo la haría pedazos muy poco después. La pequeña imagen de bronce que hoy preside la cumbre es una réplica de aquella y una herencia de tiempos magnánimos y quizá mejores.

lunes, 24 de marzo de 2008

La gran fuga

San Cristóbal es el más conocido de los montes que rodean la capital navarra. Tiene 892 metros y debe su nombre a una vieja ermita de la que solo queda un recuerdo “documental y erudito”, en palabras de Fernando Pérez Ollo. Al terminar la tercera guerra carlista (1872-1876) se empezó a construir en la cima un fuerte defensivo. El proyecto lo diseñó el ingeniero militar José de Luna y Orfila y fue un empeño faraónico y singular. Las obras concluyeron hacia 1910. El recinto estaba preparado para que 1.200 personas pudieran resistir un asedio de cuatro meses: tenía viviendas, varios depósitos de agua, un horno de pan, patios inmensos y galerías interminables, una capilla con planta de cruz griega y ochenta cañones capaces de barrer la Cuenca de Pamplona. El fuerte funcionó como penal militar entre 1926 y 1929, durante la dictadura de Primo de Rivera, y quedó convertido en prisión civil en 1934, en tiempos de la II República. En la guerra civil y los primeros años del franquismo fue una cárcel concurrida y siniestra. El monumento de la fotografía recuerda lo ocurrido el 22 de mayo de 1938. Casi 2.500 personas se hacinaban entonces entre sus muros. Un grupo de reclusos redujo a los vigilantes y 795 internos huyeron por el monte con la intención de llegar a Francia. Casi todos iban malvestidos, hambrientos y sin apenas orientación. En torno a 180 murieron a manos de las “fuerzas de recuperación” y 585 fueron capturados y devueltos al fuerte. Sólo tres de los fugitivos lograron cruzar la frontera. Se juzgó a los cabecillas en consejo de guerra y catorce de ellos fueron ejecutados aquel mismo verano en la Vuelta del Castillo, junto a la Puerta del Socorro de la Ciudadela. El juez Luis Elío, escondido desde el inicio de la guerra en un trastero de la Casa de Misericordia, escuchó y contó las catorce descargas. Años después lo contó en Soledad de ausencia. Entre las sombras de la muerte, un libro impresionante que se publicó en México. “Continúan los fusilamientos empezando el día —escribió—. Centellear fusilero, cegador de amaneceres; atronar de descargas que pregonan muertos infamantes (…). ¡Qué de cientos, de miles de asesinatos no habrá habido, y seguirá habiendo, en Navarra y en el resto de España!”.

viernes, 21 de marzo de 2008

Urkamendi

Viernes Santo: el acontecimento más importante de nuestras vidas tuvo lugar en la cima de un monte.

jueves, 20 de marzo de 2008

Javi, Paola, Silvia y Óscar

Los buzones y los vértices geodésicos componen el mobiliario casi exclusivo de las cumbres. En algunas cimas también se pueden encontrar cruces, belenes, restos romanos, banderas, mugas o palomeras maltrechas, pero son más infrecuentes, más ocasionales. Los buzones muestran una tipología extensa: los hay con forma de casa, de enano, de hacha o de cohete. Algunos contienen una elocuente declaración de intenciones, como el paseante de forja que recoge setas sobre un mapa de Euskal Herria en la cima de La Plana, en la sierra de Codés. J ha ido reuniendo fotografías durante años e incluso tiene escrito un extenso reportaje sobre buzones de montaña. Hace años era habitual que los montañeros dejasen en el buzón su tarjeta o una referencia escrita que el siguiente en llegar a la cima remitía por correo postal. En algunos casos, era la prueba que permitía sumar nuevas conquistas en los concursos organizados por los clubes. Hoy esa costumbre está muy venida a menos, pero aún hay personas que la practican. La tarjeta de la fotografía fue recogida en el buzón del Gaztelu (997 metros), una de las siluetas más características en el skyline de la cuenca de Pamplona. Aquel 16 de marzo, este pequeño regalo improvisado por Javi, Paola, Silvia y Óscar añadió un aliciente más al paisaje, al almuerzo o a la vieja torre de señales que aún adorna la cumbre.

sábado, 15 de marzo de 2008

Una sorpresa peregrina

La Javierada es sin duda la excursión más popular y concurrida de Navarra. Su origen está relacionado con una epidemia de cólera que padeció Pamplona a finales del siglo XIX. La Diputación Foral prometió a San Francisco Javier que "el pueblo entero" iría en peregrinación al castillo si desaparecía la enfermedad. Y así fue, según cuenta la Gran Enciclopedia Navarra: el cólera se extinguió y veinte mil navarros se reunieron el 4 de marzo de 1886 junto a la casa natal del santo para agradecer su intercesión. El formato actual de las Javieradas se empezó a consolidar recién terminada la guerra civil española, gracias a la iniciativa de la Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz. Muchos de ellos habían vuelto del frente con la promesa de ir andando a Javier. Las fotos de la época muestran a jóvenes huesudos y sonrientes que se arropan en los capotes todavía manchados con la sangre y el barro de Belchite o Somosierra. El sacerdote Santos Beguiristáin fue el gran animador de aquellas primeras marchas que poco a poco fueron olvidando su inspiración bélica. La juventud de Acción Católica se sumó enseguida a la convocatoria, que ya desde 1942 ha ofrecido siempre cifras superlativas. Hoy la mayoría de los peregrinos que salen de Pamplona hacen por carretera los 53 kilómetros del trayecto. Pero hay alternativas más silvestre y atractivas. Una de ellas consiste en encadenar pistas y caminos por los valles de Aranguren, Izagaondoa y Urraúl Bajo, para llegar a Liédena después de haber atravesado la foz de Lumbier. Es un recorrido que incluye paisajes infrecuentes y pueblos abandonados, y que ofrece sorpresas como este puente de la fotografía, que se resiste a morir entre Grez y San Vicente, en un rincón donde ya hace décadas que no corre el agua.

jueves, 13 de marzo de 2008

Caminos

Caminos, bideak,
caminos de la nieve, del silencio, de la alta luz, caminos,
incendio del otoño en los hayedos de Mintxate y Zuriza,
viento medieval de Roncesvalles, de San Miguel In Excelsis,
rebaños de Arrakogoiti, Larra despiadado, caminos,
prados felices de Belabarce y Oza, Plana de Diego, abetos,
ibones y torrentes de mi memoria, magia del Petrechema, caminos,
Midi d’Ossau, siempre tu negra torre en mis sueños,
oh Faja de Pelay, oh azules de Pondiellos, puñal de la ventisca
en el Taillon, fulgor de la Renclusa, Maladera, caminos,
caminos que me llevaron, siempre fieles, a la belleza,
caminos que me fueron revelando la nieve y el silencio
y la alta luz, caminos que me fuisteis
revelando mi propio corazón, caminos.

(Miguel d’Ors, Es cielo y es azul)

domingo, 9 de marzo de 2008

Isaías

Hoy he hecho una cumbre a mi pesar. Una cumbre de dolor, de tristeza, de impotencia. Hace unos días, en algún rincón clandestino y siniestro, unas personas decidieron que Isaías no tenía derecho a vivir. Es muy probable que ni siquiera pensaran en él: en su 43 años, en la decisión generosa que le llevó a una candidatura municipal, en los miedos e inquietudes que sin duda compartiría con su mujer, en las sonrisas que habría dispensado desde el peaje de la autopista donde transcurrían sus jornadas laborales, en la relativa libertad que recuperó al prescindir de la escolta, en las bromas que gastaría a su hijo Adei al llegar a casa. Nada de eso impidió que varios sujetos asomados a un delirante tablero de ajedrez ordenaran su asesinato, ni que poco después, en Mondragón, un verdugo necesariamente indocumentado lo acribillase a tiros a través del parabrisas de su coche. Bajaba yo de esa cumbre impuesta y oscura pensando que en el valle se habría disipado la niebla, que el asesinato de Isaías habría servido al menos para devolver al paisaje, a nuestro paisaje, la cordura y la serenidad perdidas hace varios años: tenía la esperanza quizá ingenua de que el crimen nos ayudaría a recordar por dónde discurre la única frontera que realmente importa. Pero ha resultado que no, que los encapuchados que diseñaron el último golpe de hacha han logrado empujarnos una vez más a su mundo de estrategias, de cálculos, de infamia, de fronteras oportunistas y electorales. Perdónanos, Isaías.

(El hacha de la imagen envejece en la cumbre del Treku)

miércoles, 5 de marzo de 2008

La tumba del aviador inglés

El 11 de noviembre de 1943, Donald Cecil Broadbent Walker cruzó el Canal de la Mancha a los mandos de su Mosquito con la misión de fotografiar objetivos militares en el sur de Francia, entonces ocupado por los alemanes. Mientras se dirigía al continente, el joven piloto quizá pensó en sus padres, en su hermano John David, en sus 28 años, en el futuro de Europa, en los planes que sin duda albergaría para después de la guerra. A.M. Crow viajaba con él como copiloto. Puede que intercambiaran algunas frases, que admirasen un paisaje, que rezasen, que se desearan suerte. Lo cierto es que el aparato fue alcanzado por la artillería antiaérea nazi. Pusieron rumbo a España y lograron atravesar los Pirineos. El copiloto saltó en paracaídas y cayó cerca de Sos del Rey Católico, pero Donald no pudo abandonar la cabina y se estrelló en el monte Verduces. Los vecinos de Peña salían de misa en ese momento -estaban celebrando a su patrón, San Martín de Tours- y asistieron asombrados al desenlace. Algunos corrieron al lugar del accidente, pero no pudieron hacer nada por el piloto. Horas después lo enterraron en el pequeño cementerio de la localidad, que se encontraba y se encuentra junto a la cima del monte Peña. Con los años, los vecinos fueron abandonando el pueblo. Hoy es apenas un conjunto de casas arruinadas que se aferran a una ladera rocosa, a 1.070 metros de altitud. Hace años que nadie vive allí, aunque se han restaurado la iglesia y una casa. Un estrecho camino de montaña conduce al viejo cementerio, oculto por la vegetación. En su interior conviven algunas estelas, varias losas con las letras desdibujadas, un par de crucifijos oxidados y una lápida escrita en inglés: la del piloto Donald Cecil Broadbent Walker. Es la que aparece en la esquina inferior de la imagen. Todos los años, el 1 de noviembre, los montañeros de Sangüesa la adornan con unas flores.

domingo, 2 de marzo de 2008

Dos hayas en Leurza

"Ayer por la tarde, me enamoré de un árbol. Sus días transcurren al borde de una carretera secundaria, a unos diez kilómetros de aquí. Su follaje domina una parte de la carretera. Al atravesar la sombra que da, levanté la cabeza, miré sus ramas como al entrar en una iglesia los ojos se dirigen instintivamente hacia la bóveda. Su sombra era más cálida que la de las iglesias. Una de las experiencias más refinadas de la vida es la de caminar con alguien por la naturaleza, hablando de todo y de nada. La conversación mantiene a los paseantes junto a ellos mismos, y a veces algo del paisaje impone silencio, lo impone sin forzar. La aparición de este árbol hizo surgir en mí un silencio de total belleza. Durante unos instantes no tenía nada más que pensar, que decir, que escribir e incluso, por qué no, nada más que vivir. Me había elevado unos metros sobre el suelo, llevado como un niño en unos brazos verde oscuro, iluminados por las pecas del sol. Eso duró unos segundos y esos segundos fueron largos, tan largos que todavía duran un día después. No volveré a ver ese árbol -o por lo menos en mucho tiempo. Lo que ocurrió ayer me colmó. Me parecería vano pretender la repetición. Vano e inútil: en un puñado de segundos, ese árbol me dio la alegría suficiente para los próximos veinte años -por lo menos".

(Christian Bobin, Autorretrato con radiador)