lunes, 30 de noviembre de 2009

El palacio de Aizkolegi



Pedro Ciga lo mandó construir hace un siglo en la cima del monte Aizkolegi, a 842 metros de altitud, erguido sobre los valles de Bertizarana, Baztán y Bidasoa. En la actualidad, unos grandes letreros colocados por el Gobierno de Navarra recuerdan casi a voces que el edificio se encuentra en ruinas, y prohíben cualquier acercamiento. Sin embargo, es muy difícil sustraerse a la tentación. Junto a la vieja casa del guarda arranca una amplia escalera de trazado señorial. Algunos peldaños están cubiertos por el musgo y la hiedra, pero se iluminan con brillos antiguos, como de otra época, cuando el sol se abre paso en el horizonte tormentoso de Mendaur y Ekaitza. La entrada principal, todavía adornada por un porche de resonancias orientales, revela una arquitectura elegante y generosa: las recias balaustradas, los vistosos forjados, los atrevidos azulejos o las galerías que en otro tiempo se abrían a los hayedos interminables de las laderas hablan a la vez de un estilo caduco y de un espíritu magnánimo. Casi se puede escuchar un eco de voces animadas y melodías risueñas a través de las ventanas hoy cubiertas con planchas de madera. El punto más alto del palacio lo ocupa una pequeña terraza donde Pedro Ciga se sentaba con su catalejo a “descifrar los misterios de la naturaleza”, en palabras de José Antonio Perales.



El aislado palacete modernista bien podría haber sido un capricho de Lady Marchmain, un pasatiempo estival donde paliar los calores de la vieja y excesiva mansión familiar. No es difícil imaginarla leyendo un relato del padre Brown a la sombra de un haya centenaria mientras Sebastián Flyte y Charles Ryder degustan vinos añejos en la galería del Oeste (“Este es como una gacela que corre por el bosque”) y Cordelia espera impaciente a Julia en el collado de Plazazelai. Quizá lo mejor de un viejo palacio sea justamente eso: no tanto los recuerdos de quienes lo habitaron, sino las historias imposibles de quienes podrían haberlo hecho.

martes, 24 de noviembre de 2009

jueves, 19 de noviembre de 2009

Colores



La tristeza luminosa del otoño.

sábado, 14 de noviembre de 2009

El privilegio de la belleza



Matthew es el padre de las Cuatro hermanas Soames en la novela de Jetta Carleton. Es el maestro del pueblo y vive con su familia en una granja que le permite sentir los latidos del campo y de su propia vida. Una noche de verano, “atormentado por el insomnio”, se viste y sale en silencio de la casa. Cruza el patio, se adentra por la arboleda de los nogales, observa el reflejo de la luna en el arroyo y se acerca a “un trozo de terreno sólo útil para apacentar el ganado y que él raras veces visitaba”. Se abre paso entre la maleza y se detiene sorprendido al descubrir un espino blanco solitario y luminoso. Ni siquiera puede reprimir un silbido de admiración: “Se había olvidado de aquel árbol; nunca lo había visto florecido de aquella manera. Dio vueltas a su alrededor, maravillado. Al cabo de un rato, se apartó, se apoyó en otro árbol (parecía que todos los demás se hubiesen retirado a propósito) y contempló el brillo de la luna sobre el espino blanco. Hubiese brillado igual, quieto e impersonal, aunque él no hubiese estado allí. Pensó en toda la hermosura que podía pasar desapercibida y le complació haber tenido el privilegio de ver aquella. Con estas reflexiones sintió que había recibido una lección de humildad”. El roble de la imagen brillaba hace sólo unas horas junto a las ruinas de una vieja ermita, en los alrededores de Ayechu, en el valle de Urraúl Alto, perfectamente desapercibido. Ha sido una suerte haber tenido el privilegio de admirar su belleza otoñal y luminosa.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Echarse de menos

A veces las nostalgias no provienen de una cima ni de un paisaje, sino de uno mismo: del montañero que se fue y que se llevó en la mochila las ilusiones y la felicidad de entonces.

(G en la cima del Okoro)